Poderes del estado
- EMEDELACU
- 5 oct 2024
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Considerado el estado en el pueblo, con todos sus emolumentos, nombra y da su poder a un hombre que lo represente y haga cumplir la constitución que representa el estado.
Este nombramiento quiere decir que cada uno de los individuos del estado, sin renunciar a su soberanía, nombra su apoderado absoluto a tal individuo, para que lo represente ante todos los otros, en sus naturales y civiles derechos de estado o comunidad, lo que ha sido perfectamente sintetizado en aquella famosa y altísima fórmula del reino de Aragón.
Habiendo de nombrar rey, el pueblo elegía al que habría de serlo y nombraba una asamblea de 12 ciudadanos que con la justicia al frente, llamaban al postulante y con toda la mayor severidad se dirigía uno y le decía: “Nosotros, que cada uno somos tanto como vos, y todos juntos más que vos, te nombramos nuestro rey. Si bien hicieras reinarás, y si non, non”.
He ahí el mandato más racional posible en las democracias que han dado todo su poder individual y colectivo y no han renunciado en un ápice su soberanía. Esto indica que ese apoderado, es el servidor común y no el autócrata despótico, como vemos hoy en los mandatarios que se llaman demócratas. La moral del gobierno es la contenida en aquella fórmula: la técnica es la sigue.
Así como el individuo necesita del poder racional de su voluntad para mantener el concierto de sus facultades Psicológicas; así como el régimen eficaz de la familia exige una fuerza directriz que se llama patria potestad, del mismo modo es necesario para la conservación del orden social, que exista un poder material que garantice la limitación efectiva de todas las libertades para conciliar todos los derechos: ese poder regulador se llama autoridad, que es dada por y para la soberanía del estado (pueblo).
Esa autoridad necesita un medio para manifestarse: una forma que exprese sus mandatos o sus permisiones y el mismo pueblo hace esa forma, a la que llamamos ley.
Ley quiere decir voluntad de las mayorías ordenada por la razón, con un fin de bien común.
Las leyes que no llevan el sello de bien común manifestado en la conformidad del pueblo soberano, no son tales leyes; son una imposición autócrata que demuestra que se le ha usurpado al pueblo sus derechos.
Las leyes no pueden ser secretas ni contener ofensa: en el primer caso, el que las ignora no está obligado a cumplirlas; y en el segundo el ofendido individual o colectivamente tiene el derecho de protestarlas en todas las formas. Pero cuando las leyes atacan a la moral y a la verdadera libertad del hombre, está obligado el pueblo a derribar al poder y al cuerpo legislador, entregando el mando y representación a una asamblea digna, que renueve lo arcaico de la constitución; y esto es lo que en verdad demuestra la moral de un pueblo y su progreso.
El poder central instituido debe tener libertad ejecutiva dentro del mandato constitucional, mientras el pueblo no ponga el Veto porque jamás pierde su soberanía.
Pero suponemos que el jefe de estado en cumplimiento de su deber, ejerciendo la patria potestad de todos sus poderdantes (que lo son por ley hasta sus contrarios en política), el jefe de estado, repito, sabrá adelantarse a prevenir las necesidades públicas, porque es obligado a ser un verdadero maestro en economía política; y en este caso estará demostrado en el bienestar popular que se encontrará satisfecho.
Necesita también el jefe de estado libertad para reprimir los atentados, no a su gobierno, sino al estado, por otro estado extraño; pero consultando para caso de guerra inevitable, a la opinión mayor que no piensa ésta como el Congreso o cuerpos legisladores. Para reprimir las sublevaciones de los disconformes del régimen, está autorizado, en general, por la constitución. Pero ésta es sólo una ley empírica, por lo que, en las represiones internas por protestas, es necesario muchas consultas a la conciencia y la razón, no sea que los protestantes sean mayoría que podrán ser dominados por las armas, pero las ideas no se pueden matar; y si las ideas de los protestantes son en mayoría, la represión no está autorizada por la constitución ni la opinión y se comete un crimen de lesa nacionalidad; pero desde ese momento, el estado o poder representativo no existe ya de hecho, aunque parezca existir de derecho.
Resulta, pues, que para ser eficaz la acción de la autoridad del jefe de estado, estará investido de dos facultades: prevenir y reprimir. La primera pertenece de lleno a la economía política y moral social, por la más alta y completa educación y con la mayor claridad en la exposición de las leyes; y la segunda lo autoriza a corregir a las minorías causantes, pero jamás a su destrucción ni a arrancar a los individuos del suelo del estado que los recibió al nacer o los admitió como buenos y de provecho. Hay la facultad de saber si son de recibo o no, antes de admitirlos.
Cuando se intenta subordinar a reglas teóricas los derechos de prevención contra los que perturban el orden social, se cometen muchas faltas de moral y se demuestra categóricamente que no hubo previsión al educarlos si son nativos del estado, o al recibirlos, si son inmigrados.
Filosóficamente no puede existir limitación a las libertades del individuo; pero la moral pública es la suprema ley.
Moralícese pues, al pueblo, con ejemplos desde los sitiales del gobierno y nada habrá que temer en la armonía social. En esa armonía se derogan leyes inservibles que pasaron de su momento necesario y se renuevan las constituciones, cada día, conforme al progreso que imponen las evoluciones.
Más mientras no llega ese momento deseado de armonía, los encargados de aplicar el contrato social, tengan en cuenta que son hombres y como tales, pueden mañana ser juzgados por otros hombres. Y bajo esta consideración de la conciencia, están obligados:
1°._ A determinar la imputabilidad del verdadero culpable, prescindiendo en absoluto de clase y posición, analizando el hecho con arreglo a las leyes de la crítica histórica.
2°._ A determinar el grado de culpabilidad del agente, de acuerdo con las circunstancias comprobadas.
3°._ A determinar la responsabilidad del culpable, según su estado psicológico accidental o habitual, sin ignorar la causa de ese estado, y:
4°._ A determinar la penalidad según las reglas establecidas por la sociedad, siempre que éstas no se opongan a la conciencia, a la ciencia y la moral, pero jamás penarán con la muerte ni arrancarán al individuo del suelo del estado.
Hay un antecedente digno para regirse los jueces con respecto a las penas sociales y es, la recopilación de las doctrinas de los criminalistas, que necesariamente han tenido que estudiar más la Psicología de las sociedades y su experiencia ha sentado esta norma de conducta: “Las penas, dicen, deben ser iguales para los delincuentes, proporcionales a sus faltas, y moralizadoras para la sociedad”.
Por otra parte, el estudio también de la Psicología, en las penas o castigos accidentales por delitos sociales, no influyen en nada en la corrección de los otros individuos, ni cambian los hábitos formados por herencia o contagio, y aún menos cuando la protesta es motivada por la evolución que se adelanta a las leyes que antes fueron eficaces.
Además, sabemos que cada hombre es una resultante de múltiples aptitudes y posiciones; de modo que, siendo la pena igual para todos por un mismo hecho, es forzosamente injusta.
Hay aún un punto que ha escapado a la vista de los jueces en las convulsiones sociales y es que, para que un hombre o varios cientos, alteren el orden, es porque es un mal epidémico y la protesta está en la mayoría de los individuos; pero que los más sensibles son arrastrados por esa atmósfera Psíquica y más conscientes de su deber, lo exponen de palabra o por escrito, y mueven a la masa misma que creaba la atmósfera Psíquica, que hería su sensibilidad.
Pues bien; en este caso Ipso-Facto, se encarcela o se deporta a esos llamados promotores revolucionarios, siendo así que, en verdad Psicológica el promotor único y verdadero es el estado todo, que no previno a tiempo y dejó crearse la atmósfera que forzosamente traería la tempestad.
Si todos trabajaran, si al trabajador no le faltara lo necesario a la vida del cuerpo, y se le diera la moral necesaria, alimento del alma, no se revelaría su espíritu, porque habría armonía social.
Entonces llegamos al sabio proverbio que nos enseña que “Más vale prevenir que corregir”.
Libro: Filosofía Austera Racional Quinta Parte
Autor: Joaquín Trincado