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Joaquín Trincado

Muerte de Juancho, Valencia y Aducio

  • Foto del escritor: EMEDELACU
    EMEDELACU
  • 4 ene
  • 4 Min. de lectura


Valencia esperaba la vuelta de Juanucho; su tardanza la llenaba de inquietud y presagiaba la desgracia; intrigado el doctor, entró en la ciudad y prestaba oídos en los corrillos y por fin oyó “que en el palacio del Duque se habían encontrado tres hombres ahorcados, dos eran bien conocidos y el tercero no era conocido, aunque se le había visto algunas veces por la ciudad”.

 

Aducio no necesitó saber más y fue a palacio arrostrándolo todo; pero como los servicios no se habían organizado aun, no le fue muy difícil que le entregaran el cuerpo del desgraciado Juanucho y, en unas andas lo colocó y se dirigió con el triste convoy hacia su casa.

 

Valencia estaba en la verja como el día de la declaración que ya conocemos; se abalanzó sobre el cadáver y sin poder llorar, quedó con los ojos desmesuradamente abiertos. El doctor, que la miró, comprendió todo y mejor quisiera verla muerta.

 

Siguió el fúnebre cortejo como un autómata y depositado aquel sobre una colcha en su habitación, corrió el doctor en auxilio de Valencia que cayó en una crisis, de la que, al volver, no se haría esperar su desenlace.

 

El doctor hizo cavar una fosa bajo un sauce que había frente a la ventana de Valencia y depositó el cadáver de Juanucho, regándolo con sus lágrimas.

 

Valencia luchaba con la muerte de su cuerpo y su espíritu estaba en la fosa con su amado. La crisis cedió y a los ocho días, el doctor vio animarse extraordinariamente a Valencia. Otro se habría equivocado; pero Aducio, en aquella lucidez, vio el postrer aliento. Está acabando de sufrir, dijo Aducio y las lágrimas surcaban sus mejillas.

 

Al abrir los ojos Valencia, miró en torno suyo y vio al pobre viejo que espiaba todos sus movimientos.

 

            __ Os agradezco cuanto habéis hecho por nosotros… Mis sufrimientos terminan… Fui la última… Pero pronto estaré reunida con ellos… Pobre madre… Pobre Juanucho.

 

El doctor no pudo pronunciar una palabra.

 

            __ Solo una cosa quiero pediros… ¿Me la concederéis?... Pobre, haced un esfuerzo, pensando que para mí también ha terminado ya esta vida de sufrimiento.

 

            __ ¿Cómo veros sufrir tanto y no sentirse conmovido?

 

            __ Cuando me habréis colocado en la misma tumba estaremos solo dos unidos… Si vos quisierais obrar como padre amoroso…

 

            __ Sí, ¡Valencia, sí! Ya lo había pensado. Os prometo que yo también bajaré al mismo lugar.

 

El rostro de Valencia brilló con un fulgor de satisfacción momentáneo.

 

            __ Es una injusticia que esos crímenes queden impunes, dijo el doctor. ¡La venganza!

 

            __ No digáis eso; yo los perdono.

 

            __ ¿Vos, luego de haber sufrido tanto?

 

            __ Sí. ¡Si hubieses visto la tempestad de cosas que me han rodeado estos días… Lo veía todo y me fijaba hasta en los últimos detalles, pero no podía hablar… No son mi padre y mi hermano los culpables.

 

            __ ¿No? Entonces ¿quiénes son?

 

            __ ¡Oh, padre mío! (Dejadme que os llame así en esta ocasión). ¿Queréis saber cuándo cedió mi delirio? Cuando algo como una venda intangible ha caído de mis ojos… vi… que es el pueblo el culpable; de ese pueblo es la culpa que pone en manos de un hombre solo, los medios de cometer todo género de crímenes y delitos gozando de la impunidad.

 

El doctor quedó convencido y anonadado, sin contestar.

 

            __ Un último favor, padre mío. Abrid esa ventana, que pueda ver aun una postrera vez ese sauce bajo cuya sombra reposa el más grande mártir. Es hermoso pensar, que allí, nadie, ni todos los hombres juntos podrán separarme de mi amado.

           

Se apresuró el doctor a satisfacer aquel último deseo y al volver ya no respiraba.

 

Ya dejamos en el descanso los tres principales personajes. ¿Qué ha sido de los otros?

 

El Florentino, visto por Don Miguel con Juanucho en Florencia, fue denunciado y acabó en manos de maese Jaime.

 

El Papa y su hijo, siguieron un año más, después de la muerte de Valencia, empleando el mismo sistema del puñal y los polvos; pero también para ellos sonó la hora de la caída. En un banquete que habían dispuesto para envenenar al cardenal Corneto, bien por equivocación del copero, bien por distracción propia, equivocaron el vino.

 

El Papa murió a las pocas horas; el hijo joven y fuerte, aun pudo resistir.

 

Apenas muerto Alejandro VI, como quiera que no tuvo tiempo el Duque según su deseo de apoderarse del Papado; temeroso de la venganza, huyó a la Romaña, esperando mejor ocasión para apoderarse de Roma.

 

El sucesor de Alejandro VI no entendió ya de la cuestión de la Romaña; y el terrible cardenal de Advíncula que subió al solio pontificio, obligó al Duque a entregar las llaves de las fortalezas y a emigrar.

 

Pasó a Nápoles primero. Después a España, donde adquirió el mando de un ejército teniendo la suerte de morir honrosamente en el campo de batalla, dos años más tarde del fallecimiento de su padre.

 

¿Y el doctor? ¡Oh! Digno es de cerrar esta historia.

 

Luego de haber dado sepultura a Valencia, vivió aun doce años. Ocultando siempre su nombre, pudo habitar tranquilamente en aquella casucha, pasando las más de las horas bajo el sauce, acompañado de los dos únicos seres que en el mundo había amado.

 

Avaro en sus opiniones y no siendo aquella época a propósito para publicar libros de radicalismos, depositó el manuscrito precioso del libro “De tribus Impostoribus” en la misma tumba que guardaba los cuerpos de Juanucho y Valencia, a donde bajó él también.

 

Siglos después, hallado por un partidario de Lutero fue publicado, y así pudo llegar a nuestra época[1](1) siendo útil de conformidad con lo dicho por el autor.

           

“Los libros que sean arcas de verdad, solo podrán ser leídos cuando el sol de la libertad ilumine al universo con sus rayos esplendorosos”.

 

(1)  He hecho esfuerzos por saber dónde para aquel manuscrito y no he sido feliz de saberlo.    

Libro: Buscando a dios y asiento del dios amor

Autor: Joaquín Trincado

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