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Joaquín Trincado

Andres María de Chenier

  • Foto del escritor: EMEDELACU
    EMEDELACU
  • hace 2 días
  • 4 Min. de lectura


Uno de los tantos hombres abnegados quienes, en el noble afán de evitar la consumación de crímenes horrendos, cayeron víctimas del odio del populacho inconsciente.


Había nacido en Constantinopla (1762) siendo hijo del historiador francés Luis Chenier y de la griega Santir l'Homaka. A los dos años de edad fué llevado a Francia. Su madre le daba lecciones en griego que desarrollaron en él el gusto hacia las literaturas antiguas.


En 1773 ingresó con su hermano María José en el Colegio de Navarra, en el cual le habían precedido sus otros dos hermanos María José, Constantino y Salvador. Al entrar en el colegio perfeccionaba su educación clásica y se ejercitaba ya en la poesía francesa. En el colegio traducía fragmentos de Safo y algunos pasajes de las ““Bucólicas” de Virgilio.


Traduciendo a los antiguos se preparaba a igualarles, y meditaba, siendo aún muy joven y recién salido del colegio, las obras originales que no acabó, y cuyos admirables fragmentos han bastado para inmortalizar su nombre.


Una enfermedad grave vino a interrumpir los estudios del joven pensador que creyó cercano su fin, decía despidiéndose de sus amigos: “'Muero, antes de la tarde habré acabado mí viaje”. Pero lo esperaba una muerte más trágica.


Restablecido, y para conseguir su completa curación, le llevaron unos amigos a hacer un largo viaje durante el cual visitó Suiza, Italia, el Archipiélago y Constantinopla. Si adquirió grandes experiencias durante este viaje, hallándose amargado ante las injusticias de la soberbia humana y que desgarran el corazón de todo misionero.


Aun cuando otro era el camino a que él aspirara, cedió a las súplicas de su padre para terminar la carrera diplomática y procurar crearse una posición social.


El año 1787 fué a Inglaterra con el cargo de secretario de embajada. A pesar de la benevolencia del embajador pasó en Londres algunos años verdaderamente penosos en el aislamiento y la inacción. Su destino le ocupaba tan poco tiempo, que en un principio se abstuvo de cobrar su sueldo. Fue preciso, para decidirle a que cobrara, la persistente insistencia, y casi una orden formal del embajador.


En 1790 abandonó su posición diplomática y regresó a Francia, que se hallaba entonces en plena revolución. Lleno do entusiasmó se sumó al movimiento que había sido iniciado con el propósito de poner fin a una infamia impuesta por el “derecho divino”, pero no dejó tampoco de manifestar su adversión a la anarquía Popular, fomentada por verdaderos monstruos humanos.


Entusiasmados al ver el ardor del joven poeta, sus amigos le nombraron secretario de la Sociedad del 89 y le encargaron que redactara con un seudónimo un documento, que fué el Manifiesto de dicha Sociedad. Este documento se tituló “Consejo a los franceses sobre sus verdaderos enemigos”, y se publicó en el número 13 del Diario de la Sociedad.


Este folleto, moderado en el fondo, pero provocativo en la forma valió a su autor felicitaciones y una medalla del rey de Polonia, Estanislao, quien hizo se tradujera al polaco, y también graves injurias que lo dirigió Camilo Desmoulins.


En los últimos meses del año 1791 se presentó candidato a la Asamblea Legislativa por el departamento del Sena; fué derrotado y vióse obligado a recurrir a la prensa para defender sus ideas.


El año siguiente publicó en el “Diario de París” un largo artículo en el que acusaba a los jacobinos de ser la causa de los desórdenes que perturbaban a Francia y detenían el establecimiento de la libertad. Entre los miembros de esta asociación sanguinaria figuraba su hermano María José, quien se apresuró para defender el nombre de la entidad a que pertenecía, declinando en un folleto escrito en un lenguaje moderado toda comunidad de ideas con su hermano Andrés. Esta deplorable polémica que trajo consecuencias lamentables, pues por ella fué Andrés motejado de '*fratricida””, injuria que el noble poeta rechazó con desdeñosa indignación.


Este mismo año (1792) fueron cuarenta y cinco soldados condenados a galeras por haberse sublevado y robado la caja del regimiento, pero recibieron el indulto y, los jacobinos decidieron darles una fiesta al cual se asoció el municipio de París. Andrés protestó con energía contra aquellos honores conferidos a la indisciplina; calificó la fiesta de escandalosa bacanal y la censuró en un “Yámbico”, obra maestra de la ironía.


La revolución del 10 de agosto, al derrocar la monarquía, dió fin a la carrera política de Andrés Chenier, quien trató de hallar consuelo a los males de la patria cultivando las Bellas Artes. Pero aun cuando había resuelto mantenerse ajeno al movimiento revolucionario, no pudo dominar su indignación ante el proceso indigno que se llevaba contra el ex rey Luis XVI. Los esfuerzos vanos de hacer oír su voz alteraron su salud; buscó un retiro en una quinta en Versalles, donde experimentó un apasionado amor que le consolaba de sus tristezas y contratiempos políticos. En admirables estrofas cantaba al objeto de su amor, ocultándole bajo el nombre de Fanny.


Hallándose más tarde (1791) en casa de Mma. de Pastoret al querer oponerse que esta señora fuese arrestada por orden del Comité de Seguridad general, ordenóse prender a 6l también.


Las paredes de la prisión no bastaron para acallar el látigo de la ironía con que fustigaba a los opresores de su patria. A pesar de hallarse en poder de sus enemigos les gritaba que “quería sobrevivir a tantos bandidos aborrecidos para escupir sobre sus nombres, para cantar su suplicio”.


Confundido (tal vez. adrede) en el proceso que se imputaba a uno de sus hermanos, fué condenado a la guillotina con otras 37 personas más; siendo ejecutados al instante.


Así cayó la hermosa cabeza del valiente luchador, justo cuarenta y ocho horas antes de la ejecución del gran Zanoni.




Libro:Biografías de la Revista Balanza

Autor: Joaquín Trincado

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